Es verdad que los humanos cometemos errores, que no son sino actos o acciones que transgreden reglas, expectativas o promesas, implícitas o explícitas, realizadas, para nuestro caso, en el marco de una relación afectiva. Dentro de una relación de pareja, traicionar la confianza del otro puede ser un error muy grave que, en no pocas ocasiones, pudo haberse evitado. No es lo mismo pisarte el pie por error que “cometer el error” de estarte pisando durante años. Claro, es evidente que si aquel que es lastimado no se queja, es probable que aquel que lastima piense que no le duele, pero aún así, la conciencia de que se puede estar lastimando debería ser suficiente para detener esa conducta ¿no es verdad?.
Con esto quiero decir que hay efectivamente errores, como un pisotón involuntario, lo cual podría perdonarse con relativa facilidad, y errores más graves, como traicionar la confianza que la pareja ha depositado en nosotros en asuntos tan delicados como el amor, por ejemplo. Es verdad que todos tenemos necesidades y deseos que nos gustaría que estuvieran satisfechos. Algunos se quedarán así para el resto de la vida, otros habremos de alcanzarlos por nuestra cuenta y algunos más con la ayuda y presencia de personas cercanas. ¿Pero qué pasa cuando alcanzar lo que se dice que se quiere pasa por lastimar, mintiendo o engañando, a quien se dice amar? Hay quien minimiza esto diciendo que fue “una canita al aire”, “que no es para tanto” o que “más vale pedir perdón que pedir permiso”. Incluso hay quien afirma que “vergüenza no es robar, vergüenza es ser sorprendido robando”. Y es verdad que puede ser que la pareja nunca se dé por enterada de la traición cometida, la cuestión es que quién ha cometido la falta sí lo sabe y si no entiende por qué eso que hizo no debería haberlo hecho, es muy probable que lo vuelva a hacer.
Traicionar a la pareja, en cualquiera de sus formas, no sólo duele por la acción u omisión cometida por alguno de los dos, sino que además, envía un mensaje mucho más profundo que implica que el otro no nos es suficientemente importante para evitar actuar aquello que se desea. Frecuentemente no se piensa en la pareja o, cuando se hace, se pretende ocultar el acto; se dice que “para no lastimar”, cuando muy frecuentemente se hace para no ser descubierto y evitar con ello que la relación termine.
Pedir perdón va mucho más allá de detener la conducta que lastima, reconocer la falta cometida o decir “no lo vuelvo a hacer”. Aunque todos esos elementos son fundamentales, se hace necesario, al pedir perdón, devolverle a la persona afectada la dignidad reconociendo el daño que se la ha causado, sus sentimientos lastimados, la ruptura de la confianza, así como validar las emociones que se desatan a partir de la falta. El enojo, la decepción y la tristeza son algunas de las emociones y sentimientos presentes cuando ocurre algo así.
Claro que aquel que cometió la falta quisiera ser perdonado y que todo volviera a ser como antes. Y esto ocurre porque se piensa que el perdón es el fin, cuando en realidad es el principio. Perdonar es la renuncia voluntaria que una persona hace por una deuda que otro ha adquirido por habernos lastimado. Es como decir “me la hizo, me la debe”, pero el perdón cancela esta deuda con un “pero yo decido que no me la pague”. Perdonar es facultad de quien ha sido lastimado, como también lo es decidir que sigue luego del perdón; es decir, restablecer la relación, bajo nuevos términos, por supuesto; terminar con esa relación o dejar un espacio intermedio en lo que se decide si se puede volver a confiar en el otro.
Por supuesto que el perdón siempre es posible, especialmente cuando la intención de perdonar implica la propia liberación de las emociones y sentimientos que han quedado anidadas en la persona afectada; es decir, renunciar al cobro de aquella deuda moral. Vivir con resentimiento, rencor o deseos de venganza, es algo que no sólo estanca el proceso de sanar, sino que eventualmente se va convirtiendo en un estado de ánimo de amargura y desconfianza que acabará por arruinar el futuro personal y el de la vida de relación. Claramente se puede perdonar sin tener que reconciliarse y mucho menos volver a confiar, especialmente si se siente que ya no se puede hacer esto con la misma persona. Perdonar es un acto prosocial; confiar ciegamente, después de haber sido lastimado, es cuando menos arriesgado.
Ya sea por la gravedad de la falta cometida, porque simplemente no se quiera volver a confiar o porque aquel que nos ha lastimado no ha dado muestras claras de arrepentimiento, conciencia y voluntad de cambio, muchas veces la confianza no puede ser restablecida y es entonces cuando la relación quizá debería terminar o mantenerse en términos muy distintos. Es complicado volver a confiar cuando la persona ha dado evidencias que no sabe, no puede o no quiere detener la conducta que lastima. Como cuando no puede tener una autorregulación de los impulsos y cae y recae en las mismas conductas, muchas veces tras un período de relativo “buen comportamiento”. ¿Qué bien hace confiar en alguien que ha demostrado repetidamente no ser confiable? ¿Qué bien hace mantenerse en una relación en donde el otro vive en una eterna desconfianza? ¿A quién hace bien mantenerse en una eterna persecución del infractor, como lo hizo el inspector Javert con Jean Valjean en la novela de Victor Hugo “Los miserables”? De hecho, el infractor podría buscar la redención de otras formas, si aquel a quien lastimó le niega permanentemente el perdón.
No se puede confiar si antes no se perdona. El perdón es el umbral que declara que se está dispuesto a dar la oportunidad de observar la conducta de aquel que dice que todo va a cambiar. Pero el perdón, ante transgresiones graves, no suele llegar por la simple manifestación de la voluntad de hacerlo, especialmente si se busca la reconciliación y la reconstrucción de una nueva y distinta confianza entre ambos. Es necesario conversar, entender y ser entendido. Todo esto es un reto que muchos no quieren, y otros no pueden afrontar para rescatar su relación. Finalmente conversar, sin acabar empeorándolo todo, es un arte que sólo domina aquel que renuncia a su imperiosa necesidad de ganar, castigar o tener la razón.
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